Me quebraron las piernas, sobre el hirviente camino de arena, mis heridas sangran.
No tengo ya la capacidad de levantarme, de pensar siquiera en arrastrar mi cuerpo a buscar refugio del calcinante sol.
Ya no puedo ni escribir con mis dedos sobre el escarpado sendero una plegaria. Un par de buitres triunfantes celebran el festín.
Sé que debo continuar, pero fue más que las alforjas lo que vaciaron los forajidos, me robaron mi alegría, mis ganas de soñar, mis ganas de escribir para sanar, mis ganas de sanar.
Me quebraron las piernas, arrojaron soda caustica a mis plantas. Nunca antes la maldad me había paralizado, resistía los embates y luego me permitía volver a soñar. Cuando un ataque lascivo derrumbaba mi castillo, yo antes de que cayeran los naipes al suelo ya estaba ideando la manera de cómo reconstruirlo.
Esta vez me cercenaron la fe en mí, esa maldad disfrazada de amistad, de buenas intenciones, me hizo entender que no se cuidarme, que no supe protegerme, me expuse frágil e ingenua a la condición del escorpión.
Dicen que todo acto bondadoso tiene su castigo, reconocí la verdad en la ironía de la frase y entendí finalmente la magnitud de los daños cuando perdí también el impulso de escribir para aliviar el dolor, me quebraron las piernas, me quemaron con soda, me fracturaron los dedos de las manos, me destruyeron el adamantium.
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