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Foto del escritorMayra Cotes

MIS PIES

Un día un baboso me dijo que mis pies, con las uñas pintadas de rojo, parecían fresas con crema. Teníamos una relación; dices ese tipo de cosas cuando estás en una. Otro día, esperando el mismo comentario, pinté mis uñas de rojo, pero esta vez no hubo cumplido. Se burló de mí y dijo que parecían aguapanela con moras. Seguíamos en una relación, con la significativa diferencia de que esperaba un hijo suyo. Mi piel era la misma, y el esmalte industrializado, de componentes estandarizados, también. Cambió lo que él sentía por mí, pero no tuvo reparos en decirlo en tono hiriente y lastimar mis sentimientos. ¿Les dije que estaba embarazada en ese momento? Sí, lo hice. Eso hizo que se sintiera peor el desplante.

 

Muchos otros días, antes de ese día, otro baboso, aún mayormente baboso, a quien nunca le pedí su opinión, dijo de mis pies que eran horrorosos.

 

Y otro día, muchos años después de estos dos babosos, un atrevido, con el que no tengo relación alguna, comentó acerca de mis pies que eran sexys.

 

Ese mismo día, una congénere comentó de la misma foto que envidiaba mis pies y mi capacidad de lucirlos en fotos, porque los de ella eran muy feos y le daba pena mostrarlos. No imagino cuántos babosos tuvo en su vida diciéndole eso para que lo creyera cierto.

 

No faltó quien los acariciara tiernamente, mis pies, sin hacer ningún comentario sobre su aspecto, mientras, almibarados en nuestra cotidianidad, veíamos una película.

 



El día que el primer baboso dijo que mis pies eran horrorosos, no le creí y estuvo para mí clara la intención de menospreciarme. El día que el segundo baboso comparó mis pies con algo delicioso, me sentí feliz porque era una evidencia de su gusto hacia mí. El día que los comparó con una mezcla siniestra mientras se burlaba, me entristecí porque era la evidencia de que ya no me quería en su vida. ¿Les conté que esperaba un hijo suyo? Sí, sí lo hice. Como es lógico, el comentario te afecta o no dependiendo de quién venga y de la intención que guarde en sus palabras. Pero no me hizo pensar que mis pies eran feos, ni los vi lindos después de que un desconocido los llamara sexys. Ni empecé a amarlos cuando los acariciaban. Yo siempre he amado mis pies por ser míos.

 

Amo mis pies porque me avisan cuando algo va mal y se hinchan cuando tengo anemia; de inmediato sé que debo ir al médico y solucionarlo.

Amo mis pies porque me pasean por donde quiero, bailan y me divierten, dan media vuelta con taconazo militar cuando no son bien recibidos, y pisan fuerte el acelerador cuando, con prontitud, quiero alejarme de un lugar o llegar a tiempo a otro, depende del caso.

Amo mis pies porque me brindan una sensación de frescura cuando me pasean descalza por la casa. Aunque adoro los zapatos, nunca estoy calzada dentro de mi hogar; me la paso a pata pelá. Me gusta sentir el piso frío, pero eso sí: me gusta estar descalza, pero que mis pies permanezcan limpios.

 



Me fascina estar descalza, pero adoro los zapatos, los cuales guardo en un estante clasificados por color y tacón. No hay conflicto en ello. Entiendo que eso hace parte de mi dualidad, me define, es mi esencia; tanto, que pienso que, si los demás dicen reflejar en sus ojos el alma, yo sin duda me la reservo para mis plantas.



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