Esta mañana escuché a alguien decir que no iba al gimnasio porque se sentía mayormente vulnerada en este espacio que en cualquier otro sitio, hablo de una persona que nació con unos genitales con los que no se identifica y dice sentirse, en este lugar, blanco inevitable de miradas maliciosas. Me parece curioso que siendo una persona acostumbrada a lidiar con este tipo de circunstancias, se sienta particularmente incómoda en un gimnasio, el centro de acopio de personas con enormes inseguridades por excelencia, todos ahí traen su propio juez en el hombro y están en una competencia permanente con ellos mismos. Cada uno está tratando de bajar su peso, aumentar un músculo, reducir un centímetro por algún lago o sanarse de una lesión, cada uno en su mundo, luchando con sus propias cifras. A menos que vayas con tu grupo de amigos, y esos forman islas de muros inquebrantables, salvo por los entrenadores que vienen siendo el personal diplomático con acceso a cada isla, personal, o de grupos, que entre más jóvenes y esculpidas reciben mayor intervención del consulado.
Aunque no lo crean yo estoy asistiendo a un gimnasio. Mis razones, tratar de acallar mi alma y decirme que estoy haciendo algo por mi hipertensión y mi sobrepeso, que en algo compenso mi afición por los carbohidratos (compensación inmediata para endulzarme los sinsabores de la vida) y al café (útil a mis permanentes trasnochos seguidos de días de continuar alerta). Mis motivos por supuesto no me hacen diferente a los otros asistentes, ni me pone en posición de juzgar, salvo que no siento la misma pasión en la experiencia, pero yo también levanto mi muro, me pongo audífonos para fingir no escuchar y empiezo este dialogo permanente conmigo misma, una vez me aburro de ver las mismas recetas en las pantallas, las entrevistas sin audios y me vuelvo sorda a esa música que no me entusiasma.
No obstante, yo tengo una ventaja, por mi edad y contextura soy mayormente invisible. El entrenador de turno, me trata con respeto y sale rapidito de mí. El entrenador que quiere ofrecer sus servicios personalizados es más amable, pero pronto nota mi falta de interés en invertir más recursos en el asunto, así que desiste pronto de hablarme y a otra cosa. Todo esto me permite ver el gimnasio como un escenario, donde desfilan sus personajes cargando a cuestas sus historias y por supuesto, creando cuentos a partir de mi percepción de ellos.
Como ya dije, el gimnasio no me apasiona. Todavía estoy esperando la liberación de endorfinas que me prometieron me daría el ejercicio y por supuesto me harían feliz, aún aguardo por la recarga de energía que me sería inyectada en cada sesión y la sensación adictiva que desencadenaría la actividad física. Todavía no logran el grado de satisfacción que me produce una melcochosa cocada.
Pero he descubierto tres cosas en mis visitas al gimnasio:
Uno: Todos tenemos inseguridades con nuestro físico, incluso los calificados como muy bellos, no se sienten conformes y piensan que deben mejorar algo en ellos.
Dos: tengo un cierto grado de maníaco obsesión, pues ahora que estoy en la elíptica y sé que lo siguiente es la bicicleta estática, no puedo dejar de observar el papel que dejaron en la máquina y estoy planeando estrategias para retirarlo sin tocarlo directamente, imagino para que tipo de secreciones fue usado y abandonado ahí, y me invade la repulsión, para mi alivio observo un rollo de papel pegado a la pared, se parece a esos en los que envolvían los deliciosos pasteles Gloría que comía de niña y heme aquí pensado otra vez en dulces. Al bajar de acá tomaré el papel de la pared, retiraré el de la máquina, lo echaré a la basura y luego usaré el gel antibacterial que traigo colgando de la tula de Gocún que le sustraje a mi hijo. Ya pasaron los 20 minutos programados.
Tres: descubrí que la única forma de disfrutar mi estadía aquí, es dejar para lo último la bicicleta estática, me la doy de recompensa, en ella tengo las manos libres y mientras me ejercito por fin puedo escribir.
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