Pocos podrían entender mi enamoramiento por el mar. Hace mucho tiempo, me sumergí, era de noche, no podía distinguir en el horizonte, donde terminaba él y empezaba el cielo. Flotaba y veía las estrellas, era como estar suspendida sin confines. Experimenté en ese entonces, la sensación de plenitud.
La emoción que me genera es real, la nostalgia que me produce no verlo a menudo, repercute en mí como palpable frustración, que suelo solventar con aceite de coco artificial, para sentirme un poquito más cerca de él. Hace poco tuve ocasión de volver a sentirlo, se me llenaron los ojos de lágrimas y recordé la perfecta definición de paz, esa paz que me gustaría llevar en el corazón todo el tiempo, que pocas veces consigo y que tanto anhelo; flotar en el mar de noche, mientras veo las estrellas, no encuentro situación más relajante. Ese silencio, que no es total, sino el de sonidos lejanos, opacados por la selectiva ocasión del agua seduciendo mis oídos. Así, es como quisiera vivir permanentemente, poder escuchar selectivamente, o a la distancia, sin que pueda tocarme nada que no quiera en mí. Y la caricia total, sumergida en un abrigo pleno y sutil.
Amo el mar y esto que resumí en el siguiente escrito es todo lo que sentí a su encuentro, después de mucho tiempo sin verlo. Y eso que esta vez sólo sumergí los pies.
De nuevo el mar
Fue un encuentro fortuito, el de dos amantes, que mirándose supieron que nunca debieron separarse, hubo temor, si, el temor del rencuentro, que se sobrepuso en el magnetismo perpetuo. Luego, sobrevino la tristeza, la tristeza de quienes sabían que el momento era perenne. En silencio se pronunció la promesa de un volveré, volveré a ti para siempre. Después el adiós, el adiós con trazos de hasta pronto, de té pertenezco, finalmente la sonrisa, esa que se esboza en la complicidad perfecta.
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