ALTOS
- Mayra Cotes
- hace 20 minutos
- 3 Min. de lectura
No creo tener un prototipo de belleza específico para considerar a un hombre guapo. Si analizo a mis crushes de la farándula, estos hombres son de características tan diversas que, a simple vista, no parece haber un patrón común. Van desde Joel McHale, encabezando la lista, por supuesto, Idris Elba, John Cusack (cuando joven), hasta Marco Antonio Solís, ahora viejo. Me gustaba Shiryu de niña (el caballero del zodiaco dragón) y, bueno, ya les había confesado mi amor absoluto por Eros Ramazzotti (pero eso poco o nada tiene que ver con su físico), y estamos hablando estrictamente de eso. Ver un personaje a la distancia o a través de una pantalla y exclamar “¡Uy, qué lindo, ese me gusta!”, y quedarnos solo en la capa superficial.
Porque para que alguien me resulte atractivo debe haber una combinación entre físico, intelecto, la visión de vida… esas cosas que se alcanzan a dilucidar en el comportamiento, como el respeto por el otro, la coherencia, la madurez o su autocuidado; y que, por encima del físico, a mí son las que me generan atracción. Si finalmente ese físico no está ligado a esas características del carácter valiosas para mí, entonces esa belleza se diluye y deja de haber fascinación, perdiéndose así cualquier tipo de interés.

Por ahí me escuché confesando alguna vez —creo que para hacerme la interesante— que me encantan los hípsters, sea lo que sea que signifique eso. Creo que era mi forma de explicar que el intelecto y la sensibilidad son mi debilidad. Sin embargo, he comprendido que el lugar común de mi ideal meramente físico es que sean altos, o por lo menos más altos que yo: McHale, Elba, Cusack y Solís son altos. No puedo dar cuenta de sus personalidades, pero como ideal físico y platónico, su estatura es definitivamente esencial para llamar mi atención. Aunque alguna vez me haya visto comprando sandalias bajas en caso de que alguno más bajo que yo —objeto de mi interés en ese momento— me invitara a salir. Amito que cuando alguien me hace click, automáticamente calculo si es o no más alto que yo y lo chuleo como un logro que da posibilidades a mostrar interés en seguirlo conociendo mejor.
Autorreflexiva y sobrepensante, como suelo ser, pude dilucidar cuándo se originó esa fijación con los altos. Les cuento:
Corrían los años 80 y en televisión presentaban, con frecuencia, el comercial de un jabón que me impactó. El esposo salía de viaje, después de una noche romántica con la esposa (de esos temas yo todavía no entendía mucho por aquella época, pero las escenas eran tan icónicas que alguna idea me daba); él salía apresurado por las escaleras y ella lo detenía para darle un beso de despedida. La imagen solo mostraba sus pies, y aunque ella estaba unos escalones por encima de él, aun así, tenía que empinarse para darle el beso. Ese fue el justo momento donde se hizo una raya en mi cabeza y quedó instaurada la idea de que una pareja feliz era conformada por un esposo más alto y una esposa que se empinaba, escalones arriba, para poder besarlo. Era una pareja que se despedía con un beso, que él se iba diciéndole que la extrañaría, que recordaría el olor del jabón en su piel y que ella era para él tan bella como la diosa Juno.

Ayer vi a Obeyeido y Carmencita. Ustedes dirán: “Bueno, ¿y esto qué tiene que ver con lo que nos está hablando?”. Para los que no son de Santa Marta, les explico que ellos son una pareja emblemática de la ciudad: gestores de cultura, artistas, pioneros en exaltar el talento samario. Se llevan unos cincuenta centímetros de diferencia de altura. Él es colosal y ella, pequeñita. Obe cuenta que, desde que él la vio por primera vez, se dijo: “Esa chiquitica me traquetea”. Y ahí están, juntos, después de cuarenta años. Cuarenta años amándose, admirándose, haciendo con entusiasmo sus proyectos, hablando bien el uno del otro. Ergo, ayer reforcé mi fijación sobre cómo debe ser una relación feliz, contemplando a esta poderosa pareja.
Bien pudieron ser Obe y Carmencita los protagonistas de ese comercial, y me dio un enorme gusto poder ponerle, por fin, rostro amigo a ese par de pies que se despedían en las escaleras, y confirmar que viven fuera de un comercial de televisión y se pasean horondos por las calles de Santa Marta, devolviéndole a esa niña que fui, con su sola presencia, la certeza de que el amor bonito sí existe.
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